miércoles, 28 de octubre de 2015

Bruma mental - Raquel Barbieri, Cristian Cano & Sergio Gaut vel Hartman


Las señales psíquicas llegaron mezcladas con los haces de microondas enviados por Tuyssant y el que las recibía, el viejo Kurt, no sabía que habían sido distorsionadas por Zach, algo que, si se lo hubiésemos dicho, le habría molestado bastante. No teníamos otro modo de controlar a los guerts, esos seres primitivos, incapaces de desarrollar una tecnología, pero mentalmente tan poderosos que ningún arma humana podía hacerles daño. Usábamos señales psíquicas para confundirlos, pero para que eso surtiera efecto era indispensable que los primigenios mantuvieran un interés en nosotros. En las etapas finales del programa, cuando estuvimos a punto de hacer el intercambio inicial, los códigos secretos de Zach fueron descubiertos. De inmediato el proyecto privado pasó a militarizarse. Y las recepciones de Kurt comenzaron a volverse extrañas. Dos semanas después lo hallé muerto en el laboratorio. Tuyssant me buscó y me aseguró que la última transmisión de los guerts reveló algo que raya la locura... de solo tener que contarlo, se me eriza la piel. No sé si alguien pensó que de enfadarse, los guerts podrían matarnos direccionando el pensamiento, y con respecto a eso, no hay ejército que pueda. Intentar vencer al poder psíquico con armas químicas es un disparate. Kurt fue simplemente el primero de una lista interminable de muertos, y hoy me veo obligada a apurar mi escritura sobre el teclado, esperando poder enviar este mensaje a tiempo, antes de qu...

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Ciudad Blanca - Raquel Sequeiro, Paloma Guzmán & Esteban Dilo


Alicia viajó hasta la ciudad monocromática: rascacielos de inteligencia artificial, coches aéreo-suspendidos y una capa blanca del polvo moldeable, y duro al secado, que había inventado el señor Nakamuri, lo cubría todo. Los habitantes eran albinos de pies a cabeza, lo mismo su ropa. En un par de días se celebrarían las XXXXVI Olimpiadas. Alicia llegó vestida al modo de su mundo: ropas de color, algo desgastadas, limpias y suavizadas en esos caldos de bacterias que servían para lavar. La poca agua de su ciudad le imponía acostumbrarse al olor de sus fluidos, sin embargo, notaba el asco y la distancia amable de sus anfitriones. Pronto estaría en la cámara de Nakamuri, completamente esterilizada, pero aunque compitiera de blanco, su piel, sus ojos y sobre todo sus cabellos negros la distinguirían en la pista. Los copos que caían del cielo amortiguaban sus pasos hasta la línea de arranque; pronto se convertían en una especie de asfalto, que no era otra cosa que ese fuerte material de lacado aséptico. La carrera era lisa; en la largada salió primera y, pasada la mitad, ya les llevaba una gran ventaja a todos; el premio era suyo. Esperó cerca del trofeo oculto en una caja, sostenida por las manos del relator, que la presentó y destapó una copa creadora de polvo blanco. Sonrió. Por fin llevaría a casa un cáliz. Ese sería el comienzo de la asepsia de Andrómeda, su ciudad natal, destrozada por la contaminación.

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Paloma Guzmán
Raquel Sequeiro
Esteban Dilo

Agraciada - Begoña Borgoña, Héctor Ranea & Javier López


Mirándola detenidamente, no era tan fea como me habían dicho. Eleonora Glubber tenía la cabeza sobre los hombros, eso sí, ligeramente ladeada; los ojos donde corresponden, aunque algo caídos y con una falta notable de brillo; las orejas a ambos lados de la cara —el que fueran grandes y puntiagudas la afeaban sensiblemente, pero no por eso dejaban de ser orejas—; la boca bajo la nariz, apenas visible porque ésta la cubría, con su tamaño exagerado y un remate ganchudo.
¡Ah!, pero su pelo, eso era otra cosa, fue lo que me motivó a mirarla con otros ojos. Era tan atrayente ese manojo inmenso, brillante y sedoso que brotaba como un manantial interminable de sus axilas y combinaba a la perfección, cual si teñido se encontrara, con el que salía de su nariz (revuelto graciosamente con su bigote) y con el de su pubis, y ello me hacía sentirme atraído sin remedio hacia su cabeza ovoide pelona por completo.
La elegí sin hesitar. Las promesas de su excitante pelambre, las aventuras en esa hermosa cascada violeta y añil, pudieron más que el posible encanto o vanidad de su cabeza desangelada. Lancé mi oferta con una voz que, si bien trémula, tenía la carga necesaria como para conquistar su atención por esos pocos días, antes de que pasara el de la compañía de androides para cambiarle la testa, de acuerdo a mi solicitud usando la garantía universal de cliente satisfecho.

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sábado, 24 de octubre de 2015

Mobiliario - Ana María Caillet Bois, Félix Díaz & Fernando Andrés Puga


Cuando Cecilia se levantaba a la mañana, seguro, seguro que el sillón del living se había mudado a la cocina, el horno eléctrico aparecía en el baño, los sanitarios en el cuarto de los niños y así todos los días. Ya sé que no me creen, mis queridos lectores, ustedes piensan que los objetos no tienen vida propia. Perdón, pero les voy a demostrar lo contrario. 
A la noche los muebles descansan del uso y abuso que sufren en el día. ¡Cuántos empujones, manchas y… toda clase de atropellos! La única forma que tienen de recuperarse es divirtiéndose, por eso bailan, corren por la casa, se enamoran y, si no me creen, es porque no asistieron a la boda de la vieja silla inglesa y el sillón ultramoderno con asientos reclinables. Las tazas de té fueron las encargadas de llevar los anillos y las sillas del comedor armaron una buena juerga luego, en el convite. Los cepillos y escobas salieron del armario y cantaron hasta bien entrada la madrugada. Estaban borrachos como cubas. Los platos de la cocina se dedicaron toda la noche a hacer un espectáculo de circo, con enorme jolgorio de la cubertería. Mientras la silla inglesa y el sillón pasaban su noche de bodas con discreción, el resto del mobiliario seguía con la fiesta. Todo acabó con el canto del gallo. 
Pero Cecilia se levantó antes que el gallo y así pudo descubrir el descontrol. 
Desde entonces nada ha cambiado: ella que se afana en acomodarlo todo durante el día, ellos que, apenas la ven caer rendida, se aflojan y empiezan a departir hasta el amanecer. De más está decir que nadie le cree cuando Cecilia intenta explicar por qué se la ve cada vez más consumida y malhumorada. Los sobrinos, que antaño la visitaban con frecuencia atraídos por los deliciosos manjares que solía preparar, solo aparecen de vez en cuando desde que no encuentran en la heladera más que restos rancios de comida.
—¡Pobre Cecilia! —comentan en el barrio—. Cada día más loca. 
—Yo creo que tenemos que hacer algo —terminó por decir un día la dueña del almacén que está pegado a la casa de Cecilia, temiendo que su negocio se viera invadido por infestas alimañas. 
Los vecinos realizaron una colecta en secreto y así un día apareció un exorcista. Se entrevistó con la dueña del almacén y de inmediato fue a la casa de Cecilia con toda su parafernalia.
—¡Por esta cruz yo te conmino a salir de este lugar! ¡Oh, demonio maligno! 
Y así siguió un buen rato. No tuvo suerte. El sacerdote entró en un armario a ver si estaba libre de demonios cuando la puerta se cerró de repente. Cuando Cecilia la volvió a abrir, no había nada dentro. Ni una señal del exorcista. 
Ahora, hasta los muebles de la tienda vecina participan de las fiestas nocturnas. De hecho, ahora que no hay nadie en el barrio, los objetos no se inhiben para danzar y correr de día. La única persona que queda en el lugar es Cecilia, quien por fin ha sido aceptada por la comunidad de muebles. Le ceden sitio en el sillón y ella preside la fiesta. 
Hoy, sin ir más lejos, todo el mobiliario está muy expectante. Se espera un novedoso baile de las copas con los platos.

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Cuestión de tacto - Marcelo Sosa, Luciano Doti & Ada Inés Lerner


La Negra Goyochea iba camino al séptimo hijo, lo que equivalía a decir también que iba por el séptimo malandra, uno que, una vez más, la abandonaría, y cuya identidad yacía escondida en lo más recóndito de su conciencia. A nadie le quería decir quién era el galán que le había dejado semejante souvenir. Cuando en el hospital, a punto de parir, entre gritos y contracciones, le preguntaron por el progenitor, ella respondió lacónica:
No sé, un pulóver áspero, era. Resultaba obvio que nadie podía creer eso. Todos los presentes atribuyeron semejante dislate a que ya no sabía qué inventar para disimular tanta promiscuidad. El “pulóver” había aparecido en las inmediaciones de su rancho, una noche de verano en que ella tomaba fresco paseando afuera; se le abalanzó encima y comenzó a sacudirla vigorosamente. Al principio, las manos de la doña trataron de desasirse de él, pero luego ya no pujó; algo la indujo a aceptarlo, y hasta lo acarició. Era casi un niño, con la barba incipiente hundida entre sus pechos negros y la piel suave de manos temblorosas que buscaban afirmar su hombría en ella, en la Negra Goyochea, mientras las lágrimas se le mezclaban con el sudor en la piel curtida de la Negra, que tenía experiencia de hembra más intuición de madre para comprender la lucha de ese muchacho, que había ido a perder su virginidad con ella, justamente.

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Estudio sobre la impuntualidad – Diego Alejandro Majluff, Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldívar


El relojero Remigio Bartolucci sostiene que el problema de la impuntualidad es de índole mecánico. Condenados los hombres a vivir bajo el yugo del tiempo y, más aún, de quién constata su transcurso: el reloj, aduce este relojero una acumulación de holgazanería del sistema de engranajes entre los segundos cincuenta y nueve y cero, dado que ahí, en ese instante, se une el agotamiento de la instancia final con la incertidumbre de un tiempo vacío. Sus argumentos suelen ser bien recibidos las primeras dos o tres veces, pero ya cuando Bartolucci llega cuatro horas tarde, un día de lluvia, no hay nada que le valga y los ánimos se caldean a punto que no ha faltado oportunidad en la que el relojero ha sido corrido a punta de pistola mientras gritaba cosas sobre el espacio tiempo y trataba de refugiarse en cualquier cosa que le sirviese de improvisada trinchera. Sus afirmaciones, irrefutables, quedan silenciadas por el tronar intempestivo de un pistoletazo. No obstante, el relojero sobrevive, aunque tarda años en recuperarse. Una hermosa enfermera florentina ha cuidado de él; Remigio se ha enamorado y eso le brinda ganas de vivir. Luego analiza el asunto fríamente, la flojera del sistema de engranajes provocó que llegase demorado a su conferencia; el enemigo posee consciencia y es peligroso. Cuando Bartolucci llega ocho horas tarde a su propia boda, comprende que nunca derrotará al engendro mecánico que provoca la impuntualidad, que nadie nunca podrá.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Alejandro Bentivoglio
Diego Alejandro Majluff

martes, 20 de octubre de 2015

The end - Patricio G. Bazán, María Elena Lorenzin & Sergio Gaut vel Hartman


Fumando mi pipa de brezo, solo, cómodamente acodado sobre la fatigada borda de mi barca pesquera, pensaba en la nada misma. A los viejos marinos como yo, el océano jamás les sume en sabias reflexiones, ¡no señor! Cavilamos acerca de cientos de pequeñas preocupaciones cotidianas, tan minúsculas como prácticas: la comida, la paga, dónde pasar la noche. Tal vez por eso, tardé en reparar en aquella delicada y preciosa criatura que, surgiendo de las aguas como Venus, agitaba los brazos para llamar mi atención, y vaya si lo logró. El agua alrededor de ella se llenó de una espuma dorada como para enmarcarla ante mis ojos. No, no era una visión, aquello era más real que todo lo que había vivido o experimentado en mi vida. Le lancé un anzuelo que no tardó en tomar. Mientras la arrastraba hacia la barca, sentí un fuerte tirón, como si de pronto las delicadas manos de aquella Lorelei se hubieran convertido en poderosas maquinarias ajenas a mi tiempo y circunstancia. La transformación demoró apenas unos segundos, pero cuando estuvo completa descubrí que la delicada y preciosa criatura era un tritón de colosales dimensiones, y que lo que había considerado espuma dorada era una fina red de hilo de diamante, el único material capaz de resistir la fuerza de mis músculos. Para colmo de males, la lata de espinacas había quedado fuera de mi alcance y, ante mis ojos, las dos fatídicas palabras dieron forma a un final definitivo.

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Palpitaciones - Köller, María Brandt & Laura Olivera


Miré el monitor, llevaba horas sentado con la vista fija en esa pequeña ventana. Las palabras de la mujer al otro lado del vidrio venían clavándose directo en el alma. El corazón a mil. 
—Palpitaciones —dije. 
—Palpitaciones —escribió ella en ese preciso instante. Traté de bajar, pero los latidos eran cada vez más fuertes, no podía escaparme de ahí. Voy a morirme ahora, pensé mientras un cosquilleo me tomaba el cuerpo por completo. Respiré profundo, sin embargo, las palpitaciones crecían.
—¿Palpitaciones? Lo comprendo, es natural, pero nada en su carpeta de admisión a la Empresa hace sospechar que esté enfermo. Confiamos plenamente en que tendrá todo listo en setenta y dos horas. Después de todo se trata sólo de un remanente de personal; el arreglo no es despreciable. 
Ahora sentía un dolor agudo en la boca del estómago y la rabia sorda de tener que decir sí, claro, así se hará. Voy a dejar de mentirme. Encendí la video cámara.
—Disculpe —le dije a la empleada—. Un momento. —Ella me miró, fastidiada—. Hay algo que usted ignora. Mis palpitaciones responden a una enfermedad que no figuraría en la carpeta de admisión.
—Por escrito, déjelo por escrito Fernández —exigió ella.
—La mía es una condición que no tiene cura y es absolutamente incompatible con cualquier empresa.
Ella cerró la carpeta. Y cortó la videoconferencia.
—Es amor —declaró él y se puso en pie—. Todo esto fue un error.

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Langostinos turcos - Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Sebastian Ariel Fontanarrosa


Santo era muy exigente con sus comidas, solo aceptaba platos gourmet. A cada una de sus amantes, en lugar de joyas o perfumes, le obsequiaba un curso de cocina con algún chef de moda. Luana, por su parte, era una mujer práctica, así que le pidió a Santo un viaje a Turquía para hacer un curso de comida típica, sobre todo el uso de las aromáticas especias utilizadas en ese país. Santo no se pudo negar. 
Un mes después Luana regresó de Estambul entusiasmada por todo lo aprendido; y segura de sí misma. 
Santo Murad, descendiente de un general otomano fusilado por Kemal Ataturk, fiel a su ascendencia turca, añoraba el imperio perdido, de modo que cuando Luana, en la comida del reencuentro, le sirvió langostinos turcos, se emocionó hasta las lágrimas. Y quince minutos después de comérselos tuvo una erección urgente que puso fin a la cena. Para el café de la despedida Luana le sirvió pastellilos sirios y lukums preparados según auténticas recetas arcanas de brujas sopladoras. 
Entre besos y bocados, escuchando Simply Red con su “Si no me conoces ahora”, Santo aceptó viajar con ella a Estambul. 
Decidieron navegar en un yate sobre el Mármara, pero a cada noche los deseos menguaban. Él comenzó a engordar, ella a encerrarse, padeciendo la insufrible metamorfosis de sus piernas. 
Un tormentoso atardecer, el tonelaje de Santo inclinó el yate de tal modo que el naufragio fue inevitable. Ya en las profundidades, Santo estalló en una galaxia de exquisitos crustáceos, los que, a partir de ese momento fueron el sustento para Luana, ahora la única sirena de su harén.

Acerca de los autores:
Sebastián Ariel Fontanarrosa

viernes, 16 de octubre de 2015

Los cuentos del cancerbero - Tabi Alonso, Mirta Leis & Saurio


No sé qué era más raro: que se tratase de un perro de tres cabezas o que todos sus libros fuesen best-sellers automáticos. Yo no había leído ninguno, tal vez por el esnobismo literario de rechazar lo que todo el mundo lee, tal vez por la razón práctica de que uno tiene un tiempo limitado y no puede leer todo. Pero el jefe de redacción me acaba de pedir una reseña de sus “Cuentos Completos”. Manos a la obra, digo, alguna vez debe ser la primera y me encerré en el cuarto del fondo dispuesto a despacharme cuanto dato se cruce sobre el mencionado trabajo. Tal vez fue la tormenta, o las horas sin dormir, o la excitación del nuevo trabajo, no lo sé, pero comencé a sentir como si alguien me estuviera vigilando. La puerta crujió al abrirse, maldito pestillo, habrá que cambiarlo pero a esta hora ni quien.. levanté la vista ante la oscuridad que se asomaba y que me envolvió, se fue la luz. Caraxo ¿salvé los datos? El aire helado de la puerta me acarició el cuello erizándome la piel . Un susurro repitió tres veces a mi oído, tres cabezas, tres pares de ojos y tres bocas ¡para comerte mejor! Cincuenta sombras de cualquier color harían mejor papel que yo.

Acerca de los autores:
Tabi Alonso
Saurio











Súbita ira - Carlos Enrique Saldívar, Diego Alejandro Majluff & Alejandro Bentivoglio


No soy una persona sensible, pero hay algunas cosas que me alteran, ciertas actitudes. Quizá por eso no tengo amigos, pareja o una familia; la soledad me deprime, pero ¿acaso es culpa mía? Me altera, por ejemplo, el hecho de que se rían de mí; cuando aquello ocurre, se produce una electricidad en mi cuerpo, la cual me enloquece y me impele a agredir a la persona que me acompaña. Esta noche he excedido mi furia, he matado a Carolina de una patada, de una descarga eléctrica. Juro que no he querido cometer tal atrocidad. Ruego comprensión, y compasión, para éste sujeto impulsivo, excéntrico y desgraciadamente –en los últimos tiempos– enamorado. ¿Serán los seres víctimas del amor capaces de perdonarme? Porque mi corazón, poderoso generador eléctrico, mantenía viva la luz de la pasión. Bella Carolina, perdona mi arrebato. Querido pueblo que me viste nacer, detrás de las rejas no puedo abastecer de energía a vuestros hogares. Piadosa policía, sin mujer qué puedo hacer. Tampoco es mi culpa que vayan a colgar a otro porque yo tengo influencias en todo el pueblo y nadie se atreva a hacer nada contra mí. ¿Pueden tener misericordia de mí? Ni siquiera seré culpable cuando me sienta arrebatado por la pena y vaya al cementerio a profanar el cadáver de mi amada. Porque eso es el amor. ¿O acaso son tan descorazonados? Qué es la descomposición y la tierra, sino una sensibilidad que ahora nace.

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lunes, 12 de octubre de 2015

Partículas - Graciela Yaracci, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Puedo pasar por el ojo de una aguja —dijo Lurffer con la mayor seriedad. Él y Hugo Hurley se hallaban en los sótanos del laboratorio de mecánica cuántica de la universidad de Sidetown, una ciudad de la región agrícola de los Subwests, que había sorprendido al mundo científico gracias al descubrimiento del ictión, la partícula de carga neutra que se comportaba más erráticamente de lo esperado.
—Espero que lo demuestres —replicó Hugo con acritud. Y Lurffer no se hizo rogar.
Lurffer tomó una de las pipetas esterilizadas, agregó la medida justa de una sustancia lilácea y radioactiva; dos gotas de periplopeno cayeron también en el recipiente. Por último tomó el frasco de ictión, lo destapó y observó el humo rosado que emergía de su interior. Puso una medida en la pipeta. Agitó suavemente y acercando el contenido a su boca, lo bebió de un trago. En pocos minutos Lurffer comenzó a estirarse hasta transformarse en hilo. Hurley quedó perplejo. ¿Volvería?
—Ahora mira cómo envuelvo al camello —le dijo a un desmayado Hurley, envolviendo a un camello que emergió de otro frasco con antiictiones. 
Sin explosión, saltó una hilera de agujas de modo que Lurffer, Odiseo redivivo, las enhebró a todas hecho camello.
—¡Ha pasado un camello por el ojo de cien agujas! —exclamó Hurley.
—¡Listo! He cumplido mi objetivo —dijo triunfante Lurffer—. Llegó un único rico al supuesto cielo. Fue el que pagó la tarifa oficial. 
Hurley tragó saliva, asustado.

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Casi inmortal - Coralito Calvi, Marcelo Sosa & Luciano Doti


Un balance adulto, hoy, sería frustrante. La realidad es que podría haberme ahogado, pero jamás sucedió. Cada vez que bajaba a la playa sola con el perro de mi vecino y me metía en el agua hasta que perdía pie, me dejaba arrastrar por la corriente, mientras el ovejero nadaba en círculos a mi alrededor. Me permitía agotarme, y entonces lo abrazaba, haciendo que él me sacara hasta la orilla. Me convencí de que era posible lograrlo invariablemente; sobrevivir, digo.
Años más tarde, mi hija repetiría el mismo ritual, pero esta vez con un labrador que le había regalado para su cumpleaños de quince. Ella siempre fue auténtica, aunque para muchos solo se trató de una precoz extravagancia mezclada con una buena dosis de capricho. No pidió ni fiesta, ni moto, ni viaje a Disneylandia; solo quiso un perro, al cual llamó Yastay como el dios diaguita de los animales, y yo accedí sin siquiera percatarme del evento que desencadenaría esa decisión.
Un día, se metió al agua con el perro; igual que había hecho yo tantas veces. Estaba con Yastay; la presencia de ese compañero la hacía sentir casi inmortal. 
Ya de noche, no aparecían ni ella ni el perro. La buscábamos bajo la luna, única y tenue luz. Sentí impotencia, bronca contra el mar. 
Yastay se dejó ver a unos kilómetros de ese lugar; a diferencia de mi hija, él parecía tan inmortal como el dios diaguita.

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Doce tequilas y un funeral - Laura Olivera, Claudia Isabel Lonfat & Patricio G. Bazán


Desde el fondo de un pozo, como una cosa lejana, oí la voz de papá:
—Despertate —decía—. Vamos.
Lentamente, en un esfuerzo titánico, conseguí asomarme a la consciencia, regresar a mi habitación, a mi cama, aunque no recordaba haber llegado allí. Desde el ojo del tornado que era el mundo, quise recordar. Solo retazos, imágenes sueltas: una barra de madera, una botella, el sabor salado, las rodajitas de limón. Mi cuerpo estaba vencido pero había que asistir al funeral.
No entiendo como habíamos llegado a este punto, pensé, mientras las arcadas venían de golpe y no me daban tiempo a correr hasta el baño. Un gutural eructo y los doce tequilas saliendo como un volcán en erupción. Mi boca de pronto era el cráter por donde expulsaba todo ese dolor mezclado entre doce tequilas, y la pregunta: —¿Qué lugar cobijará un cuerpo roto? —Mientras, asisto a un funeral sin muerto.
Veo algunos rostros conocidos, pero otros se escapan lentamente de la memoria. Debería hacer el intento pero me cuesta concentrarme, así que dejo partir esos recuerdos con una sonrisa entumecida. Adiós, gracias por venir, sean quienes fueran.
A los familiares más cercanos aun los retengo, y me gustaría explicarles que no hay dolor, pero siento la boca pastosa. Sus voces se van opacando lentamente, y no me queda ni el consuelo de abrazarlos. Ahora sé que papá no pudo despertarme.
Doce tequilas, y mi propio funeral.

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jueves, 8 de octubre de 2015

Vinilos - Omar Chapi, María Brandt & Martín Renard


Marcos es buena persona, pero sobre todo, experto en los negocios fracasados. Nunca tuvo visión comercial. La última aventura es original: como ama la música y los vinilos antiguos, abrió un local de compraventas en la parte más peligrosa del barrio. 
—Los sueños hay que concretarlos y este barrio tiene magia —dice, mientras le sirve una copa a sus amigos, que lo escuchan con sorna e incredulidad. Poco saben ellos de tratar de conseguir lo imposible; ignoran que primero hay que intentar lo que en apariencia condce al fracaso, lo que es irrisorio. Así parece entenderlo el destino, que en manos de un marino y por unos pocos pesos, le ha procurado un extraño hallazgo. Se trata de un vinilo de una sola canción que, según el navegante, puede cumplir cualquier deseo, basta con soportar la melodía sin llorar hasta el final. Será fácil, especula Marcos, mientras acaricia la vieja pieza. Cuando los amigos se marchan, coloca la vitrola sobre la mesa y piensa en su belleza de anteojos de carey. De pronto, en la calle se escucha un disparo; una niña pide auxilio y llora junto al cuerpo de su madre. Marcos tiene un deseo. Hace girar la manivela, la música suena tan triste que estremece su alma. Quiere acallarla o llorar hasta la locura. Resiste. El disco termina. En la calle, la mujer toma la mano de la niña. Marcos guarda el vinilo, ya no habrá belleza de anteojos de carey.

Acerca de los autores:
María Brandt


Abandono - Alejandro Bentivoglio, Mirta Leis & Cristina Chiesa


Quería salir del sueño, pero allí se estaba bien y me era difícil aceptar que quizás no pudiese volver al mismo sitio donde estaba ahora. Porque por un lado estaba el hecho de que debía ir a la oficina, pero por el otro sabía que nunca me sentiría bien fuera de ese lugar que no existía en ningún lugar. La decisión fue difícil, pero finalmente me incliné por dejar todo atrás, abandonar la vida de lo conocido, permanecer en espera, en ese mundo distinto donde se puede volar, o nadar a profundidades insospechadas, o simplemente amar a ese alguien inalcanzable. Transito el sendero umbrío del bosque, con el paso displicente de caperucita, casi desnuda, sintiendo las hierbas en los pies, apartando ramas, alejándome cada vez más de las obligaciones diarias e internándome en un mundo desconocido y prometedor. Una luz azulada, a lo lejos, me intriga y me asusta al mismo tiempo. Tengo miedo, pero voy. Hay una voz que reconozco, la de ella. Hay aflicción en la voz, y esa luz azul que me desconcierta en su urgencia. Caigo y caigo con desidia en la profunda irrealidad, algo toca mis brazos, serpientes trasparentes que se alejan. Un roce en mi boca, como el de un cáliz que pasa; un llanto leve, lejano... y la luz azul que se apaga, y se va, como me voy yo, cuando el último cable es desconectado de mi cuerpo.

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domingo, 4 de octubre de 2015

El destino del viaje - Alberto García-Teresa, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


Mi nombre es Adhar, el único tripulante humano de una nave que viaja hacia el segundo planeta de Alpha Centauro B; gracias a un tratamiento experimental soy casi inmortal. En las bodegas, un millón de personas en estado criogénico aguardan que lleguemos a destino y que cuando eso ocurra estemos en condiciones de volverlos a la vida. Pero temo que alguno de los muchos imprevistos posibles se comporte como un diablo que mete la cola y eche todo a perder. El mensaje de los habitantes de ese planeta fue muy claro. Me permitirían aterrizar a cambio de enseñarles la tecnología. Y de dejarles un centenar de “especímenes” para sus experimentos. 
Aún no sé cómo afrontarlo. 
Estoy a punto de llegar, y tengo delante de mí todas las fichas de las personas criogenizadas. He separado a los miembros del Consejo de Administración. Pero todavía necesito sesenta nombres. Siento el balanceo de la nave; corro a asegurarme en mi asiento. 
Estamos a punto de alphacentaurizar y sé que el líder de los alphacentaurianos, en el supuesto caso de que posea por lo menos una, me recibirá con la mano tendida para que le entregue la lista. Anoto los nombres de aquellos que me resultan más repulsivos: depravados y criminales. Solo hay cincuenta y nueve; somos demasiado civilizados. 
En último momento escribo mi nombre, porque no quiero condenar a ninguna buena persona. Entregaré la lista, sin remordimientos. Pero advierto de inmediato que estoy cometiendo un grave error: ¿quién pilotará la nave de regreso a casa?

Acerca de los autores:
Javier López
Alberto García Teresa

Una noche casi perfecta - Estefanía Alcaraz, Köller & Luciano Doti


El atardecer agonizaba pausadamente cuando la ciudad se convirtió en un collage de enmohecidos paraguas. El diluvio inundaba los descuidados callejones de la urbe, así que terminé la jornada laboral un tanto fastidiado. Sin paraguas, mis ropas ya no eran una barrera entre la atmósfera y mi cuerpo; solo se abrazaban a mí. Lo único que me reconfortaba era el hecho de llegar a casa y prepararme para ese tan ansiado recital. Sería una noche memorable: un antro conocido, buena música, tragos y una anhelada conversación.
Mientras ultimaba los preparativos repasé cada una de las palabras que le diría. Debía ser preciso, pues no tendría muchas oportunidades más. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba esperando una oportunidad como aquella. De repente, el teléfono interrumpió mi viaje mental.
Hola, Lucas su voz era inconfundible. Me derretí al instante.
Hola respondí, intentando que no notara mi ansiedad. ¿Nos encontramos?
Llueve mucho interrumpió ella?. Si querés voy a tu casa.
Aunque tenía muchas ganas de ir a ese recital, la oportunidad de que me visite una chica como Nancy en mi domicilio no era para despreciar. Así que, acepté.
Todo se dio de un modo perfecto. Tuvimos esa conversación que tanto anhelaba y terminamos en la cama, donde después de hacerlo me dormí.
La cama en la cual desperté no era la de mi dormitorio. Estaba internado en un centro de salud mental, y había estado delirando desde que recibí por teléfono la noticia del accidente fatal de Nancy.

Acerca de los autores:
Luciano Doti



Calentamiento - Claudia Isabel Lonfat, Patricio Bazán & Alejandro Sosa Briceño


El calor era insoportable. El mercurio del termómetro parecía querer saltar del tubo capilar contenedor, traspasar ese frágil objeto de vidrio y rodar coagulado por el piso. Marcaba casi cuarenta grados, algo inusual para esta época del año; faltaban dos meses para el verano. La gente estaba asustada porque en el hemisferio norte las temperaturas del otoño también habían sido demasiado elevadas y la ola de calor provocó la muerte de mucha gente, debido a la proliferación de bacterias.
Javier cerró los ojos. Era el quinto ensayo que leía pero el sudor que chorreaba por la frente no le ayudó a ser tolerante. Se apartó del escritorio y abrió la ventana que daba al puente sobre el lago. Respiró profundo y suspiró, preguntándose por qué se había hecho maestro de escuela en un país donde se limpia el piso con las letras y las ciencias. No pedía un milagro, solo ochenta palabras que hablaran sobre el puto calentamiento global.
¡Aquí estaba! La relación entre elevadas temperaturas y el incremento de la tasa de crímenes violentos. ¡Brillante! El ensayo fundamentaba perfectamente la ola de homicidios, atentados y el clima de anarquía reinante. Releyó el nombre del autor pensando en felicitarlo, pero luego de mirar los cuerpos ensangrentados de sus alumnos, colgados como reses, recordó por qué estaba tan silenciosa el aula.
Notó las moscas que revoloteaban y cerró la ventana, pensando en escribir un ensayo sobre la peligrosidad de las bacterias.

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